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sábado, 12 de noviembre de 2016

El principio de MALDITA VERDAD de Empar Fernández

PRIMERA PARTE


Noviembre de 2012

·I·

 Salió de casa muy pronto, a primera hora de la tarde y sin la acostumbrada cabezada en el sofá que le ayudaba a sobrellevar el madrugón diario. Necesitaba aire fresco, rumor de voces, asfalto. Los secretos le asfixiaban y no encontraba arrestos para volver a mentir. Tenía la sensación de que llevaba demasiado tiempo inmerso en un engaño. Algo más de tres años desde aquella primera y lejana media verdad. No quería dar explicaciones y no las dio, simplemente le anunció a su esposa que volvería a la hora de cenar y le rogó que no sufriera si se retrasaba. Marisa lo miró con extrañeza, quizás con cierta contrariedad; Julio pudo leerlo en sus ojos, pero no preguntó.

En la calle hacía frío y el viento que subía desde el mar despejaba de transeúntes las aceras. Era un atardecer verdaderamente desapacible, aunque hacía tiempo que Julio apenas reparaba en ciertas cosas. Ya no le molestaba la lluvia pertinaz y habían dejado de alegrarle los días especialmente luminosos.

Les Corts era uno de los pocos barrios que apenas conocía, nunca le asignaron esa ruta, pero no tardó el localizar el portal en el que se hallaba la consulta de Samantha Damon, muy cerca del Camp Nou y del edificio de la Maternitat, en un inmueble de cierto porte venido fatalmente a menos. Buscó entre la hilera de ventanas de la segunda planta, pero nada permitía distinguir unas de otras. Se alejó.

Había salido de casa demasiado pronto y necesitaba dejar correr el tiempo hasta bien entrado el anochecer. Tenía dos horas de vacío por delante. Dos horas que pensaba dedicar por completo a intentar serenarse y a comprender la razón por la que estaba allí, a punto de consultar a una médium. Algo que años atrás le hubiera parecido un verdadero disparate propio de personas fáciles de engatusar.

Localizó un bar junto a una plaza pequeña y recogida a pocas manzanas. Ni un alma en los bancos y solo un par de madres custodiando de cerca a sus criaturas junto a los modernos columpios de colores. Una de ellas saltaba sobre sus pies para alejar el frío, la otra apremiaba a su hija que se demoraba en el balancín y no parecía tener ninguna prisa por llegar a casa. Pidió un whisky. Lo necesitaba. Ya habría tiempo para aparcar el alcohol. Uno no puede luchar a la vez en todos los frentes.

Quizás la médium, la mujer clarividente, la que aseguraba tener la facultad de hablar con los muertos y conocer el paradero de los desaparecidos, fuera la clave. Lo esperaba todo de ella, demasiado bien sabía que no podía esperar nada de nadie más. Era su clavo ardiendo.

La experiencia televisiva había sido un verdadero fiasco y el interés de la prensa, que volvió a ocuparse de Noemí en el tercer aniversario de su desaparición, tampoco había aportado nada nuevo. Por otra parte la policía había investigado el asunto de la gasolinera aragonesa y había contrastado sin éxito los datos proporcionados por las numerosas asociaciones integradas por familiares y amigos de personas que parecían haberse desvanecido y de las que Julio era un miembro activo. Por el momento todo esfuerzo había sido en vano. Incluso los detectives privados habían abandonado recientemente el caso, incapaces de hallar nuevos indicios.

Julio llevaba casi tres años viviendo como en una cripta. Marisa, su mujer, permanecía ausente en todo momento, perdida en una consoladora duermevela inducida. Fármacos para dormir y para despertar, para moverse y para quedarse quieta, para alejar la angustia y para sentirse viva solo a medias. Nunca demasiado viva. Se sobreponía a los días infinitos y a las eternas noches, siempre olvidada de sí misma. Completamente extraviada. Casi un espectro. Una sombra. Una mera presencia que a veces, en un descuido, requería en voz alta la presencia de Noemí para poner la mesa o retirar la ropa del tendedero. Una frágil presencia que rompía a llorar hasta ingerir la píldora siguiente, cerrar los ojos y esperar.

Por el contrario, Yolanda, su hija mayor, llevaba meses, años quizás, haciendo cuanto podía por escapar de un piso diminuto y habitado por fantasmas. Ocupada en mil cosas, Yolanda regresaba diariamente tarde, muy tarde. Saludaba a sus padres, cenaba deprisa y corriendo y, con cualquier pretexto o sin él, se confinaba en su cuarto y no volvía a salir. Julio sabía que Yolanda no podía soportar tanto dolor como se escondía en cada uno de los rincones de aquel piso que siempre resultó pequeño y que, de un día para otro, se quedó grande. Muy grande. Un enorme y desolado páramo de sesenta metros cuadrados cuyos ocupantes habían perdido todo interés por encontrarse.

Y siempre aquella enloquecedora sensación de encontrarse en un callejón sin salida. Siempre, siempre, siempre aquella obstinación que lo consumía, aquella nula disposición a darse por vencido. Aquel puto empeño imposible que no concedía tregua ni perdonaba.

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